Había una vez una tortuga que, cansada de escuchar las burlas de la liebre sobre lo lenta que era, decidió proponerle una carrera. La liebre, segura de que ganaría, aceptó sin dudar.
El día de la carrera, la liebre salió corriendo rápidamente, mientras que la tortuga avanzaba despacio pero sin detenerse. La liebre, confiada en su velocidad, decidió descansar un rato bajo un árbol. Se quedó dormida pensando que aún tenía mucho tiempo para ganar.
Mientras la liebre dormía, la tortuga continuó su camino, siempre avanzando. Cuando la liebre despertó, se dio cuenta de que la tortuga estaba a punto de cruzar la meta. Corrió lo más rápido que pudo, pero ya era tarde: la tortuga había ganado.
Desde ese día, la liebre aprendió que no siempre gana el más rápido, sino el más constante y menos perezoso.