La caída de Constantinopla en 1453 marcó uno de los eventos más importantes en la historia mundial, simbolizando el fin de la Edad Media y el inicio de la Edad Moderna.
Constantinopla, capital del Imperio Bizantino, había sido un centro de poder durante más de mil años. Su ubicación estratégica, entre Europa y Asia, la convertía en un puente entre culturas, y su fortaleza la protegía de numerosos intentos de invasión.
Sin embargo, para el siglo XV, el Imperio Bizantino estaba en declive. Gran parte de su territorio había sido conquistado por los otomanos, un imperio emergente bajo el liderazgo del sultán Mehmed II.
A pesar de sus esfuerzos por mantener la ciudad a salvo, los bizantinos no podían igualar la potencia militar de los otomanos, especialmente después de que estos adquirieran cañones avanzados, diseñados específicamente para derribar las imponentes murallas de la ciudad.
En abril de 1453, Mehmed II lanzó el asedio a Constantinopla. El ataque duró varias semanas, durante las cuales los bizantinos, dirigidos por el emperador Constantino XI, resistieron ferozmente.
Las murallas, aunque extremadamente resistentes, comenzaron a sucumbir bajo el fuego constante de los cañones otomanos. Finalmente, el 29 de mayo, las fuerzas otomanas lograron entrar en la ciudad.
La caída de Constantinopla tuvo profundas repercusiones. No solo significó el final del Imperio Bizantino, sino que también consolidó el Imperio Otomano como una de las potencias más importantes de la región.
Además, muchos eruditos bizantinos huyeron hacia Europa Occidental, llevando consigo textos clásicos que impulsaron el Renacimiento.
Para los europeos, el control otomano sobre Constantinopla también cortó una de las principales rutas comerciales hacia el Este, lo que llevó a la búsqueda de nuevas rutas marítimas, culminando en los descubrimientos del Nuevo Mundo.